Joven, alegre, de trato suave, casi despreocupada, nada exigente, afectuosa, desinteresada y anticonvencional… Pese a la similitud que muchos han establecido entre todas sus amantes, Marie-Thérèse era la antítesis de Olga, quien entonces no era nada más que una etapa artística ya pasada de Picasso. La joven fue para él un hálito de frescura, una brisa limpia y revitalizante (a pesar de sus ya casi cincuenta años, pues el propio artista decía: un hombre tiene siempre la edad de la mujer a la que ama) y un lienzo inspirador sobre el que el artista desarrolló una de sus etapas más fructíferas. Marie- Thérèse se transformó en algo más que su modelo y su amante: era la fuente de inspiración que Picasso necesitaba. Devolvió la paz a la vida del pintor, pero no definitivamente. El genio no estaba hecho para la vida hogareña, la rutina cotidiana, el llanto de un bebé y el olor de los pañales que llegaron ocho años después, cuando nació su segunda hija. Una cosa era la aventura prohibida inicial y otra aquello en lo que Marie-Thérèse se había convertido. Una vez más, Pablo Picasso necesitaba un cambio.
“Marie-Thérèse, en principio, significaba la paz, de la que estaba tan necesitado. Pero en cuanto esa paz tampoco fue posible a su lado, todo se fue precipitando hacia su desenlace final”
Pablo Picasso
A nosotros nos quedan sus retratos, su dulzura, su paciencia y su fidelidad por el artista. Marie-Thérèse ha pasado a convertirse en la musa de una de las etapas más prolíficas y amadas del pintor. Ahora nosotros sabemos quién es la mujer que estaba detrás de esos rostros suaves ocultos y desbaratados bajo el estilo particular de Picasso. Concedámosle el mérito y dejemos de considerarla musa para darle el verdadero papel que tuvo durante este periodo: ella es realmente la protagonista, la dulce magia que embaucó al artista y movió sus brazos, su pincel, con movimientos suaves y delicados que a día de hoy se han convertido en auténticas joyas de la Historia del Arte.
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